Porqué soy adicta a la genealogía

Casi todos los genealogistas somos adictos. Y cada uno tiene sus razones. De hecho, por las redes sociales circulan cada tanto artículos en clave de humor unos, y más serios otros, sobre porqué a los que nos gusta la genealogía terminamos obsesionados con ella.

Así que yo también me pregunto porqué soy genealogista, porqué soy adicta. Y también quiero escribir en las redes sociales para que mi respuesta quede por ahí, que no se diga que no estoy en la onda.

De la genealogía me gustan muchas cosas...satisface mi interés por la lectura histórica, por ejemplo. Si no fuera genealogista, jamás me habría enterado de la existencia de Benkos Biohó, un negro cimarrón por el que una amiga, también adicta, andaba desesperada preguntando.

La genealogía me permite rastrear misterios sin aparente respuesta. ¿Cómo es posible que Enrique Martínez sea hijo de Manuela Pérez, si ésta nació cinco años después que aquel?

La genealogía da rienda suelta a mi afición por armar rompecabezas. Y nada se me parece más a uno que un árbol genealógico al que le falta una rama, o una hoja, o una fecha. Los genealogistas podemos invertir años buscando la pieza faltante y nada se compara con el placer de encontrarla finalmente. Por supuesto, ninguno de nuestros amigos o familiares va a entender nuestra euforia cuando en la siguiente reunión contemos con entusiasmo rayano en la locura lo que fue aquello. Corremos el riesgo de que nos internen en una institución siquiátrica.

Pero lo que verdaderamente me encanta de la genealogía es el rescate de los antepasados. Ese homenaje mínimo que se hace a personas anónimas. Mis familiares tienen razón, será mejor que me internen porque a veces hablo con mis antepasados, les cuento cómo es el mundo de hoy y les pregunto cómo era el de ellos, les agradezco por haber sobrevivido a sus guerras, a la emigración sin regreso que les desgarró el corazón, a los matrimonios arreglados que aceptaron sin queja, a los partos sin anestesia que soportaron, a los hijos que vieron morir, todo por lo que pasaron para que yo estuviera hoy aquí. Y a algunos los insulto porque -francamente- fueron unos malditos.

Todo lo que rodea el trabajo del genealogista es, además, fascinante. Para un genealogista, claro. Fotos amarillas, archivos mohosos, parroquias perdidas, cementerios antiguos...pero ¡alto ahí! ¿De qué estoy hablando? ¿Del siglo XX? ¡Pero qué anticuada soy! ¿Eso somos los genealogistas? ¿Unos anticuados? Momento. Que nos gusten las personas antiguas no significa que seamos anticuados. La genealogía está de moda. Sí, señoras y señores. Escriban el término en un buscador en internet y el resultado llega por millones. Millones de páginas, no se entusiasmen. Millones de páginas que crecen día a día. Y si vamos a hablar de dinero, pues también. No para los genealogistas de a pié, pero sí para gigantes empresas que ya son multinacionales de la genealogía. Uno se puede suscribir a varias bases de datos y servicios de información, así como alojar su propio árbol genealógico en múltiples plataformas tecnológicas, públicas o no, al alcance de un teléfono inteligente. Así que esa vieja foto, ese documento histórico, esa partida de defunción e incluso esa tumba pueden estar a dos o tres clics de distancia. Y si no están, para eso existen las redes sociales donde encuentras miles de genealogistas despiertos a la misma hora, a los que preguntarles si tienen lo que buscas.

Si no lo encuentras, a dormir, que mañana hay que salir al archivo histórico, a la biblioteca, a la parroquia o de visita...¡a un cementerio! Porque, recuerda, hay un personaje anónimo cuya existencia se perdió en la memoria de los tiempos, y el súper-héroe que está a punto de rescatarlo para rendirle un homenaje mínimo eres tú: un genealogista.
  



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