La casa de la abuela Petra



Para despedir el año, compartiré la última entrada con mis amigos de infancia. Así que les tengo autor invitado. Hace 15 años, en el furor de las redes sociales, un grupo de amigos de barrio en Barranquilla nos buscamos e hicimos contacto a través de correos electrónicos. Empezamos a compartir recuerdos, imágenes, etc., que se quedaron en el ciberespacio. Ahora que estoy dedicada a esto de la genealogía y la historia familiar, recordé algunos textos y con la autorización de los personajes, decidí combinar las crónicas con datos fidedignos que he ido acumulando con los años. Espero que todos disfruten estos recuerdos.


La casa de la abuela Petra fue escrita por uno de sus nietos, quien solo iba a Barranquilla en las vacaciones escolares, y de esa manera entraba en otro planeta habitado por vecinos y amigos bullangueros. No lo veo hace casi 50 años pero los recuerdos están intactos. Para toda la "peladera" de esa cuadra va este relato.



"Cuando se abrió la puerta del taxi sentí otra vez la ola de calor en mi rostro. Aun no me terminaba de acostumbrar a ese aire cálido, espeso y húmedo de Barranquilla, y la camisa de cuello con corbatín no ayudaba mucho. ¿Por qué sería que mi mamá siempre insistía en que nos arregláramos como para cumpleaños cada vez que viajábamos en avión? Quise quejarme otra vez pero desistí cuando vi a mi papá con el dedo dentro del cuello de su camisa blanca, tratando de refrescarse también. El taxi, un gigantesco Chevrolet BellAir (de esos que hoy solo se ven en los museos o en La Habana), abrió sus puertas y bajé".    

(La abuela Petra era Petra de la Luz Ripoll Blanco, nacida en 1892 en Sabanalarga, Atlántico, hija de Francisco Ripoll Ramos y Sunilda Blanco Castillo. Sus ancestros eran cartageneros.)   

"Me emocionó ver de nuevo la casa de la abuela. Cada año sentía lo mismo, pero también me empezó a parecer más pequeña: los bordillos del jardín se habían encogido a la par que sus habitantes se hacían más bajitos. Precisamente, allá venía Manuelita, caminando apresuradamente. Siempre era la primera en salir, y en lugar de saludarnos con el acostumbrado “cómo has crecido”, nos decía “…¡pero si no han engordado nada,  siguen hechos un costal de huesos, pero eso lo vamos a arreglar!”. Siempre sonriente, casi gritando cuando hablaba con su voz de comadre, su pelo blanco perpetuamente recogido en una moña. Alguna vez pregunté sobre su parentesco con la abuela Petra; no entendí del todo, pero nunca me importó. En mi corazón, y creo que en el de todos nosotros compartió el rango y el amor de abuela. Petra era la serenidad, la dulzura, Manuelita el entusiasmo, el pechiche, el abrazo y … la alta cocina".    


(Manuelita era sobrina de Petra de la Luz, hija de Francisco Ripoll Blanco y Carlota González. Ni sus sobrino-nietos ni la muchachera del barrio necesitó nunca saber qué parentesco la unía al matrimonio Insignares Ripoll. Fue y siempre será simplemente Manuelita.)

"En la puerta ya se encontraban Manuel y Petra: muy dignos, muy puestos, Petra con su brazo descansado sobre el brazo izquierdo de él, como posando para una foto. Mi papá se nos adelantaba, era el primero en abrazarlos. Mientras los “mijos” y “mijas” se sucedían, mis hermanos y yo nos colábamos entre la gente y enfilábamos hacia el refrigerador, un monstruoso Phillco que siempre tenía una jarra de agua fría y –ya sabíamos- alguna sorpresa que Manuelita había preparado, usualmente avena fría con canela".

(Manuel era el abuelo, Manuel Enrique Insignares Cerra, nacido en 1888 en Barranquilla, hijo de Enrique Insignares Rada y Faustina Cerra Insignares, descendiente de familias que se radicaron en el departamento del Atlántico por lo menos desde mediados del siglo XVIII. Manuel y Petra se casaron el 15 de abril de 1917 en Sabanalarga, y fueron los padres de Bertha de la Concepción, Faustina, Olga, César y José Francisco.)

"La casa se sentía fresca, con todas las ventanas abiertas y su  piso de baldosas blancas con decorados en negro. Todavía recuerdo el olor de la “criolina” con la que no mucho antes habían trapeado el piso, preparándose para la visita de los cachacos".

(Los "cachacos” eran los tres hijos de Olga Insignares Ripoll y Horacio Rivera Rojas, residentes en Bogotá. Uno de ellos es el autor de esta crónica.)

"La casa tenía un antejardín con bordillos azules (¿fueron alguna vez verde claro?) y una terraza amplia donde guarecerse del sol en la mecedora solitaria. Las dos ventanas que daban al exterior tenían aquella reja metálica de rombos negros , una casi cubierta por una enredadera que por diciembre se cubriría siempre de flores amarillas en forma de trompeta. También servía de centro de operaciones de la legión de mosquitos".

(La casa todavía existe sobre la calle 75, aunque alterada para su uso actual: oficinas. Las ventanas aun tienen la reja de rombos, ahora de color blanco. Otro de sus nietos, arquitecto, no resistió la tentación de dibujar el plano de la casa, tal como lo recuerda.)

"Al franquear la puerta principal (de dos hojas) veías la sala a mano derecha. Recuerdo vagamente unas figuras africanas en la pared (¿bailarinas?) y las infaltables frutas plásticas, tan obviamente artificiales. Unos sillones cromados completaban la decoración, junto con algunos recuerdos de New Orleans que tal vez había traído la tía Bertha de sus viajes. La primera alcoba, a mano izquierda, alguna vez se dedicó al negocio de Bertha, cuando se le ocurrió vender zapatos. También veo esa misma alcoba reservada para mis papás durante las vacaciones. Qué gusto me daba ver a mi papá recostado en la cama resolviendo crucigramas luego de volver de la playa con nosotros".

(La tía Bertha era Bertha de la Concepción Insignares Ripoll, nacida en 1918.)

"Cruzando un baño de doble puerta se llegaba al cuarto de los abuelos. Era el único cuya ventana permanecía siempre cerrada, pero esa penumbra confería a la habitación un ambiente solemne y fresco. Me encantaba abrir el armario (la cómoda) de la abuelita. Todo tipo de cosas curiosas y antiguas se podían encontrar allí, en una especie de cápsula del tiempo. El aroma del jabón “Paramí” se juntaba con el del Agua Florida de Murray, el almanaque Bristol, las agujas de crochet y tiras de encajes de otras épocas. Una vez que “explorábamos” la cómoda con mi hermano quedamos intrigados al descubrir una pieza de madera en forma de pera. Como la “exploración” la hacíamos a escondidas, no podíamos preguntar sin revelar nuestra falta. Muchas veces me devané los sesos tratando de idear posibles usos mecánicos o terapéuticos para esa pieza tan singular, hasta que me enteré, años después, que se usaba para zurcir medias. No sé qué tantas otras cosas había, pero esculcar la cómoda de la abuelita Petra tenía un aire arqueológico de aventura. ¡Quién sabe qué descubriríamos cada vez! ¡Cuántas artes y secretos de la vida práctica se fueron junto con nuestras abuelas!  Y todos parecían estar cautivos en ese armario".

(Los productos mencionados existieron y existen (algunos). El jabón “Paramí” era una marca de la multinacional Colgate. El Agua Florida era una colonia producida por los laboratorios Murray & Lanman, que todavía hoy se envasa en el Perú. Por su parte, el Almanaque Bristol, con su característico color anaranjado, también se ha vuelto a conseguir.)



"La siguiente habitación era la que usábamos nosotros. Como todas, salía al corredor central de la casa. Recuerdo que fue una vez el cuarto de tío César, cuando trabajaba para IBM y ¡oh! había viajado al extranjero. Cómo olvidar aquellos catres de tijera, hechos en madera y lona blanca, relucientes con sus sábanas ligeras y libres de las pesadas cobijas que usábamos en la fría Bogotá. La primera noche podía sentir el olor de las vacaciones pasadas. Después de la infaltable discusión con mi hermano sobre cómo orientar el ventilador (abanico, en el idioma local) empezaba la contienda con los mosquitos. Por aquellas épocas los mosquitos eran aun lentos y ruidosos, lo que a la larga me permitió desarrollar un método de combate, que si bien no era muy efectivo, me otorgaba cierta sensación de venganza y paridad contra esos enemigos. El asunto consistía en taparse completamente con la sábana y dejar expuesto solo un cachete. Había que esperar pacientemente a que un zumbador incauto se posara en tu mejilla, contar lentamente hasta diez (para que se “conectara”) y ¡zaz! atizarme un bofetón, que la mitad de las veces alcanzaba a aplastar al intruso". 

(El tío César Insignares Ripoll se casó el 20 de mayo de 1962 con Isabel Vargas Betts. Con descendencia.)

"Por la mañana sabíamos que disfrutaríamos de una de las rutinas amorosas de aquel mundo: el vaso de jugo de naranja preparado por Manuelita. ¿Cómo explicar la magia de ese vaso? Nunca probé otro jugo igual. ¿Qué se hicieron aquellas naranjas verdes por fuera y dulces por dentro? Era despertar y beberse la luz del sol que ya entraba por la ventana. La rutina del desayuno tenía hora fija y no se nos permitía estar en la cama después de las 8:30 A. M.

"El comedor quedaba frente al cuarto de los abuelos, con su gran mesa de madera y sus doce (¿tantas?) sillas. En una esquina, la nevera Phillco y el reloj de péndulo, que solo mi abuelo sabía ajustar. Todavía lo veo, encaramado en la escalera, dándole cuerda con una de esas llaves que aun tenían forma de llave.

"La cocina, frente a nuestro cuarto, tenía baldosas rojas y mesón de legítima piedra. Era zona vedada para nosotros -“no tienen nada que hacer aquí”- por la agitada profusión de ollas, sopas, aceites y guisos, todos calientes. Manuelita y Petra eran emperatrices, qué digo, tiranas de ese reino. Aun mi mamá y la tía Bertha andaban de puntillitas en la cocina. El sifón del lavaplatos siempre olía mal, pero eso no amedrentaba a las abuelas ni a la sufrida empleada doméstica de turno, que tenía que ejecutar órdenes estrictas de las dos chefs.

"Pasando la cocina se llegaba al patio. Tenía un terraza de cemento pulido y dos jardineras de concreto. Este era el reino de mi abuelo, junto con el garaje, que también era zona vedada puesto que allí guardaba sus herramientas de carpintería.  Cuando pienso en el Paraíso Terrenal viene a mi memoria la imagen de este patio, aunque era seco y polvoriento. A pesar de eso, a la izquierda crecía el árbol de guanábana cuyo fruto nunca probé. Cada año escuchaba una historia diferente sobre la lluvia intensa, o la sequía o un misterioso gusano que había acabado con la cosecha. Muy por el contrario, el árbol de guayaba siempre estaba cargado de unas guayabas fabulosas que no se conocían en el interior del país. Más de una vez me tacharon de mentiroso en el colegio cuando hablaba de una guayabas verdes por fuera y rosadas por dentro que tenían el tamaño de una pera. Uno de nuestros deportes preferidos en vacaciones era ubicar y tumbar las guayabas maduras y comer hasta saciarnos. El abuelo Manuel o el tío José Martín nos enseñaban el sabio uso de la vara de guadua que servía para golpear las frutas. La dieta de guayaba fue restringida severamente luego de que mi hermana sufriera de cólicos por –decían- comer demasiada guayaba.

"Al lado del guayabo crecía el limonero, frondoso, con espinas y limones enormes. Manuelita usaba sus hojas para condimentar las cocadas, y mi abuelo era capaz de interpretar una canción usando una hoja de limón como instrumento.

"Las dos o tres jardineras eran un milagro de la sabiduría agrícola del abuelo Manuel. A fuerza de amor y dedicación fue capaz de arrancarle a esa tierra seca varias yucas, dos espigas escuálidas de caña de azúcar, tomates y algunas hierbas aromáticas. Allí conocí el aroma fresco de la yerbabuena, de la menta y de la manzanilla.

"También podíamos comer nísperos  y mangos de vez en cuando, con la dosis de emoción que provee tumbar las frutas del árbol del vecino. El níspero de los Abello colgaba sus ramas hacia nuestro patio, y la cualquier fruta que asomara por encima de la paredilla era declarada objetivo militar por los cachacos, y azotada con la cana (vara de guadua). El abuelo nos ensenaba que el níspero no se puede comer recién tumbado del árbol, sino que hay que envolverlo en papel periódico y ponerlo en un lugar tibio para que madure, usualmente detrás de la nevera. La ceremonia de desenvolver los nísperos y dictaminar su aptitud para el consumo tenía todo el suspenso de un dictámen pericial en un juzgado… y el drama necesario para enriquecer el sabor de las frutas capturadas.

"Un pequeño papayo complementaba la colección de arboles frutales, y usualmente tenía una o dos papayas listas para nuestras vacaciones. Según el abuelo, tampoco se debía consumir inmediatamente después de cortada, sino que había que sajarla a fin de que le saliera la “leche” que es lo que amarga la pulpa. También nos enseñó que con los pedúnculos tubulares de las hojas se podían hacer las mejores pompas de jabón. Recuerdo que pasamos varias tardes soplando infructuosamente un platón de agua jabonosa con los amargos canutos de la hoja del papayo.

"Casi siempre encontrábamos en el patio una gallina o un par de pollos huidizos. El problema es que para cuando ya habíamos logrado hacernos amigos de ellos, había llegado la hora del banquete de año nuevo y nos tocaba presenciar la ceremonia de torcida del pescuezo y desplume de nuestros flamantes amigos. Creo que en esas sesiones aprendí todo sobre el ciclo de la vida y la muerte, aunque reconozco que  a pesar del duelo nunca se me atragantó el sancocho de gallina". 

(El tío José Martín Ripoll Blanco era hermano de Petra de la Luz.)

Comentarios

  1. Excelente narración. Amena y me hizo reír.

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  2. No se por que lado seamos parientes, pero la historia es casi la misma de mi familia. Me sentí protagonista ...ya que así fueron las vacaciones en casa de mi abuelo Manuel Ripoll Soto y mi abuela Carmela Perez

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