Los tíos segundos

Los tíos y tías de nuestros padres pueden no tener ninguna conexión con nosotros o tenerla toda. Tuve como 20 tíos segundos, y aunque no llegué a conocer la mitad de ellos, algunos fueron parte importante de mi vida, al menos durante una época.

En mis vacaciones de infancia en Cartagena de Indias, era frecuente que mis tías me llevaran a visitar a sus tías. Las casas de las tías Raquel y Ofelia Torres Gambín, por ejemplo, en Manga y en el centro, respectivamente, eran lugar obligado para ir a pasar tardes enteras.

A una tía de mi padre, Marina Porto del Portillo, la veía porque su casa quedaba frente a la de mi abuela en el Pié de la Popa.

En Barranquilla era frecuente que fuéramos los sábados por la tarde a la hermosa casa del tío de mi padre Enrique Porto del Portillo. Y al menos una vez al año veía a mi madrina, otra tía de mi padre, Josefina Porto del Portillo.

También veía a la tía Olga Porto Cabarcas, vecina nuestra, pero nunca tanto como al tío Fernando Porto Cabarcas, que solo le llevaba a mi padre diez años, así que ellos no parecían tío y sobrino sino hermanos.

Marina Porto del Portillo de Celedón y Ofelia Torres Gambín de Anaya
La casa de la tía Raquel Torres Gambín tenía libros, muchos libros, porque su esposo era el historiador Manuel H. Pretelt Mendoza, y nada me gustaba más que sentarme con él a escuchar su conversación. Parte de mi interés por la historia familiar se la debo a él. Competía con la biblioteca el inmenso patio con árboles de mango.

Calle de Don Sancho
La tía Ofelia Torres Gambín vivía en una casa de la calle Don Sancho en el centro histórico, antes de que esas propiedades empezaran a costar sumas astronómicas. Se entraba por una pequeña puerta que estaba dentro de otra puerta más grande que en otros tiempos permitía la entrada de los caballos. El zaguán de la entrada, oscuro, servía también de abrevadero para las bestias. Como todas las casas de su estilo, tenía dos pisos que rodeaban un gran patio interior. Jamás recorrí ni supe qué uso se le daba al primer nivel, era un reguero de habitaciones cerradas. En el segundo nivel estaba la vida, amplios salones, alcobas que salían todas al corredor interior que miraba sobre el patio, balcón sobre la calle, y al fondo, la cocina y la actividad de los empleados domésticos. La tía Ofelia vivía con su esposo, Víctor Anaya Peñarredonda, a quien todos llamaban Vitico, apelativo apropiado para su delgada contextura, pero sobretodo a su don de gentes, y con su hija Mercedes.



Las visitas transcurrían entre mecedores y jugos de fruta fresca, y conversaciones sobre los otros hijos que ya no vivían con sus padres: Y qué es de Gustavo, tía, preguntaba mi tía; y de Nacha, y de Laurina. ¿Y Martha sigue en Bogotá? Y hace rato no veo a Olguita. Qué hay de Ricardito. Y entonces a mi cabeza entraban nombres, apellidos, lugares, anécdotas de lejanos parientes a muchos de los cuales nunca conocí personalmente.

Ya ninguno de ellos existe, no físicamente, pero están vivos en mi memoria.

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